domingo, 19 de noviembre de 2006

At-Tur: cuando tu tiempo lo controlan otros



“… y por eso conservamos el Texto según nos fue revelado. Los samaritanos creemos que…”.


Era curioso ver la cara de Abo, al que pedimos que nos tradujera del árabe al inglés las palabras del predicador, mientras nos miraba un poco desesperado, comprobando, luego, impaciente la hora en el reloj, sin saber cómo cortar educadamente la charla que el buen samaritano, nunca mejor dicho, nos estaba dando sobre su religión.

Eran las 18.40 y a las 18.45 cerraban el checkpoint.

Aquella tarde todo había empezado con prisas: habíamos quedado a las seis en la puerta de la escuela para ir al monte At-tur, el monte sagrado de los samaritanos. Sobre las cinco, cuando regresábamos de nuestra vuelta por la ciudad vieja, vimos a Jehad haciendo aspavientos con las manos ‘yalla, yalla, shabab!, hurry up!’. ¿A qué venía tanta prisa? ¡Todavía quedaba una hora! Medio corriendo para no impacientar a Jehad, que seguía cual guardia de tráfico en mitad de la calle, entramos en la escuela. “Van a cerrar el checkpoint a las 18.45. Tenemos que salir ya”. Eran las 17.30 cuando estábamos subiendo al autobús que nos esperaba fuera.

Así fue como nuestra visita, programada, en principio, para toda la tarde, se redujo drásticamente a una hora escasa… ¡trayecto incluido!.

A mitad de camino, entre cuestas y más cuestas, el autobús, que no lograba superar los 20km/h, terminó por pararse en medio de una gran humareda. Botellas de agua, trapos húmedos… y nosotros parados en la carretera. “Ahora sí que no pasamos”, pensé yo.


Por fin consiguieron que el autobús se pusiera en marcha de nuevo. Al poco paró y nuestros compañeros locales se bajaron: el checkpoint en cuestión no permitía el paso a los palestinos, por lo que tuvieron que bajarse antes de llegar a él y esperarnos en el campo.

Continuamos la marcha sin ellos y dos minutos más tarde íbamos todos, sonrientes y despreocupados turistas, hacia el puesto de control. Primero los estadounidenses, luego los ingleses y después el resto de nacionalidades.

Encontramos la casa-museo y al hombre que nos iba a hacer la exposición. Todos sentados bajo un gran candelabro hecho con hortalizas colgando del techo y escuchando las explicaciones sobre la creencia samaritana, debíamos de ofrecer una imagen bastante curiosa.

Abo volvió a mirar el reloj. “Excuse me… excuse me… we must leave now, sorry. The soldiers will close the barrier in one minute… no, in fact they must be closing it right now!”.

Todos teníamos cara de circunstancias: a nadie le apetecía quedarse allí atrapado hasta que a la mañana siguiente (¡ojalá!) volvieran a abrir el puesto de control. Además, nuestros compañeros estaban esperándonos al otro lado. Pero, por aquellas cosas de la vida que uno de vez en cuando hace, no corrimos. Queríamos, claro, que el puesto aún estuviese abierto, pero seguimos andando normalmente, parándonos para tomar fotos, charlando; lo contrario hubiese sido como ponerse de rodillas, doblegarse a la imposición militar. Ni hablar. Quizá en otras cosas no teníamos elección, pero en aquel momento y aquella situación concreta, sí.

Fuimos llegando en pequeños grupos al puesto. Los soldados nos iban saludando con el gesto relajado; nada de pasaportes, nada de chequeos. Les mirábamos y mientras decíamos ‘bye’, pensaba en lo distintas que serían las cosas si les dijéramos que teníamos amigos palestinos.

Nos subimos en el autobús y, mientras nos alejábamos, cerraron la barrera. Ya nadie podría entrar o salir de Nablus por aquella parte de la ciudad.

Al otro lado nos esperaban nuestros colegas, un poco más allá de donde les habíamos tenido que dejar. Nos sentamos en un pequeño muro de piedra. Desde la falda de aquel monte, la vista era espléndida. Contemplando la puesta de sol, maravillados, volvimos a sentirnos libres bajo la ocupación.

Gracias a Dios, hay cosas que todavía no pueden controlar.





martes, 14 de noviembre de 2006

La fábrica de jabón



Es curioso cómo, a veces, las mayores estupideces terminan por tener más sentido de lo que pensábamos.

Hace unos días andaba yo revoloteando por los últimos capítulos del libro Sharon and my mother-in-law cuando me encontré de repente de vuelta en el año 2002, viendo cómo el ejército israelí invadía la ciudad y, entre otras proezas, reducía a escombros la fábrica de jabón.

Justo en ese momento recordé mi último día en Nablus: íbamos corriendo Fawaz (que, por cierto, sigue sin casa), Elsa, Loes y yo por medio de la zona vieja de la ciudad, ultimando las compras para la familia y los amigos. Antes de despedirnos fuimos a ver aquella fábrica. El suelo resbaladizo, las torres altas hechas con las pastillas, el hombre que, arrodillado en el suelo, envolvía a la velocidad de la luz los jabones en papel y los dejaba listos para vender... y también el encargado, que nos mostraba con una sonrisa en la cara un modelo de jabón que hacían con dibujitos, especial para los niños. ‘Tomad: llevaos una, de recuerdo’.

Continué leyendo el capítulo y tuve la terrible sensación de que lo que en realidad estaban haciendo los israelíes era robar nuestros recuerdos. Es como si no quisieran dejar en pie nada a lo que nosotros pudiéramos aferrarnos. Luego me dije ‘Carmen, esos recuerdos están dentro de cada uno de nosotros y los compartimos aun en la distancia, así que deja de decir estupideces: nunca podrán arrebatárnoslos’.

Pero me sentía tan inquieta que decidí contárselo a alguien, y quién mejor que un palestino para hablar sobre tan loco pensamiento. ¿Sabéis lo que me respondió? ‘Ha sido curioso leer tu email: eso es precisamente lo que han hecho y aún siguen haciendo’. Así que ya veis...

Algo que aprendí este verano fue que cuando estás en Palestina, si tienes la oportunidad, debes hacer fotos a todo lo que ves, por si la próxima vez que vuelvas las cosas ya no están donde solían.

Restos de la fábrica de jabón.
Old city. Nablus.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Repeticiones

Tengo delante de mí una frase que dice: ‘Al destino le agradan las repeticiones’. Un pedacito de la obra de García Márquez escrito en un corcho.

Siempre me ha parecido una promesa, una esperanza para luchar contra la pérdida de aquello que anhelamos, de aquellos a los que queremos y que, por una u otra razón, cruzaron por nuestras vidas y ahora están lejos.

Cuando volví de Palestina solía mirar el corcho y decirme que algún día volvería, porque así le gustaban al destino las cosas.

Ahora, después de esta semana de noticias en la tele, el cartel no se me presenta tan esperanzador.

¿Es cierto que al destino le gustan las repeticiones? Quizá por eso en Beit Hanun siguen acumulándose los muertos, los asesinados.

Se podría decir, incluso, que al destino le encanta volver una y otra vez sobre lo mismo: sólo así se explica que, después de anunciar su retirada, el ejército israelí volviera a atacar a la población.

Y claro que esto no es nuevo, aunque nos escandalice cuando lo vemos por televisión, como si ocurriera por primera vez.



¿Quién le dará consuelo a este padre que perdió a su mujer y a sus hijos?

¿Quién le explicará las razones?

La noticia aquí.