Hace mucho, antes de empezar a preocuparme de verdad por Palestina, mi padre me dijo que esto de cambiar el mundo era como lo de la guerra: que todo el mundo quería ganarla, pero nadie quería que su hijo fuera a luchar.
Ahora parece, con el tiempo, que el pobre hombre se va acostumbrando a que su hija se vaya de vez en cuando a tierras lejanas y ajenas para defender algo que no es suyo.
Cuando hablo con la gente de este asunto siempre me dicen que es un caso perdido, que en qué cambia que yo vaya o deje de ir.
Claro que yo sola no voy a arreglar nada: no soy más que una estúpida que encuentra sentido a lo que hace, pero ¿se deben dejar de intentar las cosas sólo porque creemos que son difíciles?
Formas de resistir hay muchas, y cada uno elige la suya.
Yo me conformo con alegrarle el día a un niño y hacerle pensar que igual sí hay un futuro que puede alcanzar más allá de la desolación que ve cada día. No es cuestión de parlotear a lo Rice, sino de dar esperanzas a los que aún pueden aprovecharla.
Menos mal que locos como yo hay muchos en el mundo.
Quien crea que en Palestina sólo hay balas, se equivoca.
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