jueves, 1 de noviembre de 2007


Ya está, se acabó: otro más.

Le conocimos un mediodía en Nablus, este mismo verano. Era más joven que yo; no recuerdo con exactitud si tenía 22 ó 23.

La gente le saludaba por la calle y él devolvía una sonrisa tranquila a cada uno. Por un instante pensé que le gustaba pasear con nosotros por el laberinto de la Ciudad Vieja porque nos quería demostrar lo importante que era. Después de despedirnos aquella tarde, me di cuenta de lo equivocada que estaba en mi primera impresión.

Fuimos a su casa, nos presentó a su madre: una señora más bien bajita, vestida de blanco, con un pañuelo cubriéndole la cabeza, que nos invitó a pasar hasta el salón y nos ofreció un té y algo de comer. Teníamos prisa: no contábamos más que con unas pocas horas y queríamos escuchar la historia de Abed. 'Mamá, tenemos que irnos. Ellos vendrán otro día y podremos tomar té todos juntos'.

En los ojos de Abed se veía el cariño y el respeto que sentía por su madre. Mentiría si dijera que los ojos de su madre no mostraban los mismos sentimientos... sólo que a los de ella se asomaba también la preocupación. Sonrió y contestó con un 'Inshaallah' a la idea de volver a encontrarnos. 'Esta es vuestra casa, sois bienvenidos cuando queráis'.

El tiempo que pasamos con Abed estuvimos hablando de política y de la vida que le espera a cualquier chico de nuestra edad -año arriba, año abajo- en una ciudad como Nablus.

Tenemos que luchar por nuestros derechos, si no lo hacemos nosotros ¿quién lo hará? Nací durante la primera intifada; la segunda me pilló en la escuela. Soy joven, somos jóvenes: ahora es nuestro turno; ¿quién va a defender a la gente mayor, a los niños? Otros ya han luchado por nosotros: ahora somos nosotros los que tenemos que hacer algo.

Me quedé mirándole: me dio tanta pena. Era como mirar su cara y ver el futuro, ¿cuánto más aguantaría vivo?.

Estoy lejos de alabanzas a los mártires, de paraísos reales o imaginarios y de cubrir la realidad con un velo de heroísmo para no ver, porque duele demasiado, la herida que deja una muerte; estoy lejos de rellenar con palabras de consuelo sobre el más allá el hueco que el ya muerto ha dejado en este mundo, en nuestras vidas. No quiero discursos, ni despliegue de banderas, ni carteles con su foto en los muros de la ciudad.

Y sin embargo, lo entiendo, lo entiendo todo. Y si yo estuviera allí, también hablaría de mártires y de héroes, y pegaría su foto en los muros de la ciudad para que nadie olvidase, y desplegaría con rabia y orgullo la bandera por la que él murió; la plantaría delante de la cara de los israelíes para que estén bien seguros de que nunca, jamás, vamos a dejar de resistir.

Pero yo estoy aquí. Y veo las cosas de forma diferente. Y por eso no hablo de hazañas, ni despliego trozos de tela, ni pego fotos en ningún lado. Y me quedo en casa, pensando no en el héroe, sino en la persona; en la vida que le tocó vivir, porque no todo se elige; en el llanto de su madre durante el entierro; en todo y en todos los que dejó atrás.

Cuando volví a Nablus, después de unos días, lo busqué por las calles. Las posibilidades de encontrarle en la Ciudad Vieja no eran demasiado altas: es un lugar que siempre, excepto de noche, está abarrotado; pero aún así me fijaba en la cara de la gente mientras me hacía paso entre los puestos de especias, café y hortalizas.

Como era de esperar, no hubo suerte, así que dejé nuestra cita para el verano siguiente, como habíamos acordado al despedirnos unos días antes, 'si no me matan antes'.

Volveré a pasear por la Ciudad Vieja, pero esta vez, en vez de estar a mi lado, Abed me estará mirando desde la pared.



Cuando los mártires se van a dormir, me despierto para protegerlos de los
aficionados a las elegías.

Les deseo: "Buena patria de nubes y árboles, de espejismos y agua".

Les felicito por haberse salvado en el accidente de lo imposible y en la
plusvalía de la matanza.

Robo tiempo para que ellos me roben del tiempo. ¿Somos todos mártires?

Susurro: "Amigos, dejad una pared para las cuerdas de la ropa, dejad una
noche para las canciones".

Colgaré vuestros nombres donde queráis, pero dormid un poco, dormid en
la escalera de la viña ácida
que yo protegeré vuestros sueños de los puñales de vuestros guardianes y
de la revolución del Libro contra los profetas.

Sed el himno del que no tiene himno cuando vayáis a dormir esta noche.

Os digo: "Buena patria montada sobre un caballo al galope"
y susurro: "Amigos, no seréis, como nosotros, cuerda de una oscura horca".

Cuando los mártires se van a dormir, Mahmud Darwish



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