Me he levantado esta mañana con Espejo Público en mi televisión, hablando primero sobre Afganistán y luego sobre las manifestaciones contra el G-20 en Londres.
Mientras veía las imágenes, me preguntaba si realmente un empujón de ese tipo podía provocar un ataque al corazón y la consiguiente muerte. Lo que está claro es que la versión oficial de la policía, mantenida hasta la aparición del vídeo, era falsa.
Pensé en Palestina, en las cosas increíbles, por pequeños detalles que fueran, que he visto durante todo este tiempo y di gracias al inventor de las cámaras de vídeo para, acto seguido, lamentar no poder utilizarlas siempre y, además, tener que sacar lo que se graba a escondidas para borrar cualquier evidencia de haber estado en el sitio equivocado.
A veces no creemos porque nos es más cómodo simplemente no preocuparnos; otras veces, no lo hacemos porque lo que nos cuentan nos parece trivial o demasiado impactante como para que forme parte de la misma realidad que nosotros.
Yo aún estoy dándole vueltas a una conversación que tuve con alguien que pasó en las cárceles israelíes cinco años de su vida. Recuerdo mi cara, con los ojos bien abiertos, como los niños cuando se les cuenta que la bruja de la historia está a punto de envenenar con una manzana a Blancanieves, y ese gesto que decía "¿¡pero qué me estás contando?!" mientras mi cara iba de la incredulidad parcial al asombro, luego a la pena, después al cabreo y, finalmente, a la impotencia.
Mientras tanto, uno de los tertulianos, aquí, esta mañana, denunciaba la cultura del miedo a la que estamos siendo sometidos y de la que somos cada vez más esclavos. "Eso de tener que ir casi con el DNI en la boca, quitarte los zapatos en los aeropuertos, que te registren de arriba a abajo...".
Y Sonia y yo, este verano en Nahariya (norte de Israel), abriendo los bolsos mientras íbamos a la carrera como locas para coger el último tren de la noche que nos llevaría de vuelta a Haifa y al que no subiríamos hasta haberle enseñado todo lo que llevábamos al de seguridad de la estación; o abriendo las bolsas de la compra que acabábamos de hacer en el supermercado para mostrarle el contenido al chico de la puerta porque se nos había olvidado algo y teníamos que volver a entrar; o manteniendo una amigable charla con los voluntarios Bahais de los Jardines mientras nos pasaban el detector de metales y nos registraban antes de entrar.
Llega un punto en el que a todo se acostumbra uno.
Cuando volvimos a España, sacaba instintivamente mi DNI y empezaba a abrir el bolso cada vez que iba a algún sitio. Miraba a la policía si pasaba por mi lado y me quedaba esperando a que me dijeran algo.
Triste... y preocupante.
Mientras veía las imágenes, me preguntaba si realmente un empujón de ese tipo podía provocar un ataque al corazón y la consiguiente muerte. Lo que está claro es que la versión oficial de la policía, mantenida hasta la aparición del vídeo, era falsa.
Pensé en Palestina, en las cosas increíbles, por pequeños detalles que fueran, que he visto durante todo este tiempo y di gracias al inventor de las cámaras de vídeo para, acto seguido, lamentar no poder utilizarlas siempre y, además, tener que sacar lo que se graba a escondidas para borrar cualquier evidencia de haber estado en el sitio equivocado.
A veces no creemos porque nos es más cómodo simplemente no preocuparnos; otras veces, no lo hacemos porque lo que nos cuentan nos parece trivial o demasiado impactante como para que forme parte de la misma realidad que nosotros.
Yo aún estoy dándole vueltas a una conversación que tuve con alguien que pasó en las cárceles israelíes cinco años de su vida. Recuerdo mi cara, con los ojos bien abiertos, como los niños cuando se les cuenta que la bruja de la historia está a punto de envenenar con una manzana a Blancanieves, y ese gesto que decía "¿¡pero qué me estás contando?!" mientras mi cara iba de la incredulidad parcial al asombro, luego a la pena, después al cabreo y, finalmente, a la impotencia.
Mientras tanto, uno de los tertulianos, aquí, esta mañana, denunciaba la cultura del miedo a la que estamos siendo sometidos y de la que somos cada vez más esclavos. "Eso de tener que ir casi con el DNI en la boca, quitarte los zapatos en los aeropuertos, que te registren de arriba a abajo...".
Y Sonia y yo, este verano en Nahariya (norte de Israel), abriendo los bolsos mientras íbamos a la carrera como locas para coger el último tren de la noche que nos llevaría de vuelta a Haifa y al que no subiríamos hasta haberle enseñado todo lo que llevábamos al de seguridad de la estación; o abriendo las bolsas de la compra que acabábamos de hacer en el supermercado para mostrarle el contenido al chico de la puerta porque se nos había olvidado algo y teníamos que volver a entrar; o manteniendo una amigable charla con los voluntarios Bahais de los Jardines mientras nos pasaban el detector de metales y nos registraban antes de entrar.
Llega un punto en el que a todo se acostumbra uno.
Cuando volvimos a España, sacaba instintivamente mi DNI y empezaba a abrir el bolso cada vez que iba a algún sitio. Miraba a la policía si pasaba por mi lado y me quedaba esperando a que me dijeran algo.
Triste... y preocupante.
2 comentarios:
mas que nada patetico!!al final sera como las peliculas esas futuristas,control absoluto y ausencia de derechos,tiempo al tiempo...ya se vera.
Patético, sí, no sé por qué no lo escribí. Supongo que la preocupación era mayor que el sentimiento de patetismo.
Es increíble cómo cambian las tornas: cuando estás en Palestina en un checkpoint estás pensando "qué quieren de mí? no nos podrían dejar pasar sin más y dejar de tratarnos a todos como si fuéramos terroristas?". Sin embargo, cuando estás en Israel te acostumbras a los controles a la entrada de cualquier sitio y, no sé cómo exactamente, terminas pensando que lo hacen por tu propia seguridad! tanto, que no te sientes agredida en ningún momento.
Es curioso cómo el punto de vista cambia incluso sin que tú te des cuenta. Yo lo hice después de varios días allí, comentándolo por casualidad con Sonia. No me extraña que la gente que sólo ha pisado Israel no se entere de la misa la media.
En fin... el subconsciente humano!
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