Hace tan sólo un mes que volví de Palestina. Después de estar dos años leyendo sobre el conflicto, asistiendo a conferencias y debates, viendo documentales... llegó el momento en el que sentí la necesidad de ir allí y ver lo que estaba ocurriendo con mis propios ojos.
El día 11 de julio de 2006 tomé el avión para Tel Aviv, decidida a llegar hasta Nablus y poder así unirme a los otros veinte voluntarios, de todos los rincones del mundo, que iban a participar en el campo de trabajo organizado por la Universidad Nacional de An-Najah.
Durante las casi tres semanas que duró el campo, aprovechamos cada segundo, con los ojos bien abiertos, para captar la realidad que nos rodeaba, para sentir un pedacito de todo lo que los palestinos sienten a diario.
Las actividades con los niños en el campo de refugiados de Nuevo Askar pretendían ser un ‘tiempo fuera’ en medio de tanta opresión. Talleres de pintura, de teatro y de circo, juegos para aprender idiomas, ensayos musicales, bailes varios y el típico ‘Toma-tomate-tómalo’, en su versión de Nablus, seguían su curso mientras en la ciudad sonaban las ambulancias, los soldados israelíes derrumbaban el edificio de la policía preventiva y los nombres de los mártires se escuchaban a través de los altavoces de las mezquitas. Y todo ello, a su vez, se mezclaba con las continuas ofertas para tomar té, las sonrisas de los niños y los mayores que nos veían trabajar, y con nuestras propias miradas de asombro al ver cómo, de lo más mínimo, aquella gente podía sacar una razón para sonreír y seguir viviendo.
Las tardes las dedicábamos a sumergirnos en la ciudad: visitas culturales a lugares de interés como el monte de los Samaritanos; el encuentro con el Pastor de Nablus, representante de la comunidad cristiana; las visitas al hospital, el orfanato y a la Media Luna Roja; el campo de refugiados de Balata o la Asociación de Mujeres Árabes son sólo unos cuantos ejemplos.
Las presentaciones que cada voluntario realizó sobre su país de procedencia nos sirvieron para ampliar conocimientos y darnos cuenta de que en el mundo, por mucho que los gobiernos hagan oídos sordos a las injusticias, la sociedad civil es capaz de organizarse y actuar.
Mentiría si dijera que no hemos tenido días difíciles en los que nos preguntábamos por qué el mundo no decía nada ante lo que allí estaba ocurriendo. Pero es que, nos dimos cuenta, al mundo no le llegan ese tipo de noticias: parece que hasta ellas tienen serios problemas para atravesar el checkpoint de Huwwara y salir de la ciudad.
Ya de vuelta en España, todo me parece extraño. Atrás quedaron los puestos de control, el esperar en largas colas para ver si un adolescente vestido de soldado te deja pasar al otro lado; la libertad limitada; el tener que ir con el pasaporte encima hasta para comprar agua en la tienda de la esquina; el sonido de las ambulancias intentando llegar hasta los heridos, la base militar que vigila Nablus noche y día desde lo alto de la montaña; también los jeeps, los tanques y los disparos.
Pero los buenos recuerdos pueden con todo lo anterior: me traigo conmigo un montón de amigos y compañeros; las imágenes de los niños que no dudaron en recibirnos con una gran sonrisa; la mirada de gratitud de los mayores, que no dejaban de preguntarnos por qué habíamos decidido ir allí si podíamos estar en cualquier parte del mundo seguros y en paz, disfrutando de nuestras vacaciones; la sensación de haber contribuido algo a esa resistencia, diaria, pacífica y tan desconocida, contra la ocupación.
Me traigo la invitación para volver a Palestina y la promesa de hacerlo, muy pronto.
Sigo creyendo en el mundo.
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