De repente, estando todos allí, alrededor de la mesa, me dio la impresión de estar contemplando un cuadro de refugiados, de palestinos en la diáspora, hablando de tiempos pasados, reviviendo los buenos momentos, anhelando volver a su tierra...
De fondo, el CD con la canción de Hamza Sbaya no dejaba de sonar y aquella complicidad entre los presentes me hizo sentir que estaba recuperando algo que había perdido.
Sobre la mesa teníamos pizza, que nos encanta, y embutido, que también, pero nosotros echábamos de menos el hummus y el falafel, el queso salado y el pan mojado en aceite y cubierto de za'atar. Incluso creo que gustosos hubiésemos cambiado la botella de cerveza por la bomba de agua caliente que teníamos en el campamento para hacer té.
Hablamos sobre política, sobre el desastre humanitario que sigue agrandándose, sobre los sentimientos encontrados, no siempre claros, que nos provocan los israelíes... pero también sobre las noches que pasamos bailando en Birzeit, sobre los escorpiones que, de cuando en cuando, asomaban por entre las tiendas de campaña y de lo mucho que echábamos de menos a la gente.
Mientras estuve allí, la nostalgia fue menor: al fin y al cabo estaba con un pedacito de lo que, en verano, dejé atrás. Pero el camino de vuelta a Madrid me sorprendió sintiendo una tristeza mucho más palpable. Quizá por eso retomé a Amos Oz porque, saltando entre las consignas sionistas de sus abuelos en el libro Una historia de amor y oscuridad, podía pasar mi mano de nuevo por las piedras de las casas de Jerusalén, perderme en sus recovecos y mezclarme con la gente; deleitarme con el olor a pan y dulces que sale de las pequeñas tiendas para invadir las calles.
Sí... mientras todo el mundo en aquel autobús viajaba de vuelta a la capital, con sus humos y sus prisas, sus atascos y sus obras, yo volvía, por un instante, a pasear por Palestina.
De fondo, el CD con la canción de Hamza Sbaya no dejaba de sonar y aquella complicidad entre los presentes me hizo sentir que estaba recuperando algo que había perdido.
Sobre la mesa teníamos pizza, que nos encanta, y embutido, que también, pero nosotros echábamos de menos el hummus y el falafel, el queso salado y el pan mojado en aceite y cubierto de za'atar. Incluso creo que gustosos hubiésemos cambiado la botella de cerveza por la bomba de agua caliente que teníamos en el campamento para hacer té.
Hablamos sobre política, sobre el desastre humanitario que sigue agrandándose, sobre los sentimientos encontrados, no siempre claros, que nos provocan los israelíes... pero también sobre las noches que pasamos bailando en Birzeit, sobre los escorpiones que, de cuando en cuando, asomaban por entre las tiendas de campaña y de lo mucho que echábamos de menos a la gente.
Mientras estuve allí, la nostalgia fue menor: al fin y al cabo estaba con un pedacito de lo que, en verano, dejé atrás. Pero el camino de vuelta a Madrid me sorprendió sintiendo una tristeza mucho más palpable. Quizá por eso retomé a Amos Oz porque, saltando entre las consignas sionistas de sus abuelos en el libro Una historia de amor y oscuridad, podía pasar mi mano de nuevo por las piedras de las casas de Jerusalén, perderme en sus recovecos y mezclarme con la gente; deleitarme con el olor a pan y dulces que sale de las pequeñas tiendas para invadir las calles.
Sí... mientras todo el mundo en aquel autobús viajaba de vuelta a la capital, con sus humos y sus prisas, sus atascos y sus obras, yo volvía, por un instante, a pasear por Palestina.
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