A las seis de la mañana, Hanna Barag ya está en ruta. Tiene 72 años, aspecto de afable abuelita y una jubilación bien merecida. Podría quedarse remoloneando en la cama o leyendo el periódico hasta las tantas, pero esta menuda mujer es una patriota israelí que dedica gran parte de su vida a denunciar los abusos que cometen los soldados de su país en los puestos aduaneros y a tratar de aliviar parte del sufrimiento de los palestinos atrapados en la burocracia de la ocupación. "Los jóvenes israelíes no quieren saber lo que pasa al otro lado del muro, no les interesa saber lo que hacen sus soldados. A mí, sí. Es mi país, son mis impuestos, es nuestro futuro. La ocupación me avergüenza".
Los controles militares que patea Barag son los mismos que la comunidad internacional ha condenado, porque, dicen, minan el desarrollo económico de los palestinos y limitan la llegada de ayuda humanitaria, según una de las últimas quejas de
Barag es judía y de origen alemán. La mayor parte de su familia logró escapar del horror nazi y se asentó en Israel movida por el proyecto sionista. Algunos, como sus tíos, no lograron huir y terminaron sus días en Auschwitz. Ella nació y creció en Israel, donde su amenaza ha sido otra, la de los ataques palestinos que también ha vivido demasiado cerca (en una ocasión, un suicida dejó la carga explosiva en el jardín de su casa, en Jerusalén). Pero ni siquiera convivir con la amenaza le ha hecho perder el norte, porque Barag es de las que cree que los atajos a la hora de aplicar la ley no funcionan.
A las 8.00, Barag ya va por el segundo puesto de la ruta que se ha marcado. Es el que controla la entrada a la ciudad palestina de Nablús. Allí, hombres, mujeres y niños se hacinan como ganado en pasillos enrejados. Al final de estos túneles, los soldados controlan la documentación de los palestinos y deciden si les dejan pasar. Los trabajadores salen del control con el carné en la boca, las botas manchadas de yeso y a medio vestir. Se atusan y continúan su larga excursión hasta el andamio. Barag, enjuta y vestida con pantalones con festón de flores y calcetines blancos impolutos, observa y apunta todo en su libreta. Se fija en un muchacho con camiseta verde que se pone a la cola al otro lado del control. Tarda una hora en pasar.
Los pasos aduaneros se han convertido en un microcosmos con vida propia en los que las mujeres dan a luz, la gente se arrodilla a rezar, duerme en la fila sobre los cartones a la espera de que amanezca y donde se entablan amistades y peleas propias de la tensión de la espera y la urgencia de llegar a tiempo al trabajo.
Apostada a la salida de uno, Barag recibe las amenazas de un uniformado. "Salga de aquí, voy a llamar inmediatamente a la policía". Ella ni se inmuta. Conoce las reglas al dedillo y sabe dónde puede estar y dónde, no. No le teme a los soldados e ignora sus gritos de "váyase a cocinar, abuela". La suya es una carrera de fondo.
A estas alturas, tras siete años de recorrer los territorios ocupados, Barag ha entablado relaciones con todos los estamentos del Ejército. A ellos les hace llegar las denuncias y les pide también favores, que dejen pasar a los cientos de palestinos que acuden a ella para que puedan asistir a su propia boda, dar a luz en un hospital o incluso morir en su propia casa. A veces suena la flauta y la escuchan, porque, al fin y al cabo, es una de las suyas, habla su idioma y podría ser su madre, exigiéndoles buen comportamiento.
Barag, como sus 500 compañeras de la organización MachsomWatch que a diario someten a los soldados de los puestos de toda Cisjordania a escrutinio, no encaja con el perfil clásico del activista. Son mujeres de avanzada edad, más bien de clase media y alta calificación académica. Profesoras, químicas y doctoras componen este ejército de auditoras de derechos humanos a las que les mueve el sentido común y el deseo de vivir en un país mejor. Por eso, Barag se ríe de los que ven en ella a una izquierdista peligrosa. Ella se considera una verdadera sionista, que ansía un país justo, acorde con los valores que dicta la fe judía.
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